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(1749) Curas y feligresas: la tentación de la carne

Sexo y sotanas

La Iglesia desde el siglo XI ha considerado el celibato como el estado ideal para sus clérigos. La confesión el sacramento para alcanzar la salvación eterna. Es fácil deducir que no todos los confesores contaban con la instrucción y cualidades morales necesarias para administrar tan precioso sacramento y olvidaban a veces la Palabra de Dios. Por un lado, desde el pulpito, se condenaba la lujuria, por otro, se practicaba, los sacerdotes no dejaban de ser hombres..

“La solicitación o abuso sexual por parte de los sacerdotes y frailes confesores, parece haber sido una conducta heredada y endémica desde el medievo en toda la cristiandad, cuyos orígenes han de remontarse al menos, al siglo xi”,

González Rincón

En el Archivo Histórico Nacional se conservan las alegaciones fiscales del proceso de fe seguido en el Tribunal de la Inquisición de Toledo, contra el presbítero don Juan Manuel Martín Novillo, natural de la villa de Valdeverdeja, por entonces “como de 40 años de edad”, acusado de solicitación por varias de sus “hijas espirituales”.

Novillo, que llevaba 22 años como confesor en la iglesia parroquial de San Blas en el momento del auto, parece que no observó castidad alguna a tenor de los hechos que se describen en el registro inquisitorial.

La causa sumaria contra este religioso, dio comienzo cuando el entonces cura propio de Valdeverdeja, don Joseph Diaz de la Concha, envió una carta al Santo Oficio de Toledo con fecha del 14 de septiembre de 1749, en la que delataba las andanzas eróticas de este tenorio de confesionario. Así, y con permiso (“lizencia”) de dos de las afectadas, Ana Lopez (42 años) e Ysabel Diaz (45 años), el padre Diaz de la Concha, nos ponía en antecedentes. En ambos casos, la solicitación tuvo lugar varios años atrás, y las penitentes delegaron la denuncia en el padre Concha al encontrarse Ana en peligro de muerte y de que Ysabel “no lo podia hazer por si”.

Llama la atención la tardanza en denunciar al confesor al Santo Oficio. Pero comparecer ante la Inquisición e inculpar a un ministro de la Iglesia, debió de ser un asunto harto complicado y espinoso para las mujeres en general, dada su posición subordinada en la sociedad, y porque "en los casos de delitos sexuales la mujer nunca dejaba de ser sospechosa.

La tercera de las delatantes, Manuela Muñoz, “dicha la Benita”, casada y de 40 de años, respondió al examen verbal a que fue sometida por los comisionados inquisitoriales con angustia y sufrimiento. Así, se relata en el informe “que havia declarado con mucha timidez y le havia costado mucho trabajo examinarla”, porque con la preocupación de que pudieran castigar a Novillo “y su causa havia casi perdido la cabeza y estaba llena de miedos”. Estas palabras, anotadas con toda intención en el margen izquierdo de la instrucción por el delegado eclesiástico, descubren una sombría realidad social y religiosa muy extendida en la época.

El señuelo erótico empleado por Novillo fue esencialmente verbal. Palabras de afecto enmascaradas bajo un manto —el confesionario— de aparente decoro y moralidad. Este ámbito sacro se convirtió, no pocas veces, en la antesala del pecado.

Los testimonios de las testigos y, sobre todo, del propio acusado, revelan las solicitaciones en las que erró el tiro erótico y los tratos carnales consumados que mantendría este confesor y donjuán verdejo. Unas feligresas lo rechazaron, otras aceptaron sus proposiciones y, en algún caso, según se desprende del interrogatorio, sería la propia penitente la que ejercería la solicitación.

Este parece ser el caso de una tal Ana de la que Novillo dudaba si era la citada Ana Lopez y primera testigo en denunciarle. De creer al religioso verdejo, después de tener repetido trato ilícito con dicha mujer le sucedió que “vastantes vezes, aviendola dado la absolucion, y otras antes de ella decirle al Reo: que ya no la queria a que siempre le respondio. Que en aquella materia no la podia responder porque incurriria en graves penas y duda si alguna la añadio, que no podia responderla en aquel Lugar”.

Lo mismo aconteció con Maria Arroyo, difunta en el momento del auto, con la que tuvo “tocamientos deshonestos”, y que “le provocaba a deshonestidad en el confesonario pero que él nunca la dixo otra cosa sino que no podia responderla por las penas, en que incurria”. Otro tanto refiere que después de terminar la confesión a Alfonsa Panyagua, le “dio ella varias quexas amatorias sobre si la queria o no”, y sintiéndose molesto, “y como con enfado: la dijo anda quitate de ahí, que si te quiero sin que passasse otra cosa”.

En otras ocasiones, recurre a subterfugios casi pueriles para justificar sus acciones. Así, no tiene empacho en declarar que confesando a una enferma de alferecía, llamada Maria Rodriguez, “con la fuerza del accidente se descubria el cuerpo” y para evitar la indecencia de la desnudez, “la cubria”.

Confesando a otra enferma conocida como “la Melliza”, después de haberla absuelto de sus pecados y hablando de su dolencia “la puso la mano en la frente, y toco su mano diziendola que estaba mui encendida”. Confesando nuevamente a la citada mujer, en el mismo confesionario la preguntó cómo se encontraba de su enfermedad, “que era un tumor grande en el pecho, y ella le respondio que de cada dia peor, y que se alegraria que el Reo lo viesse”, por lo que decidió ir a su casa con este propósito. Sin embargo, la Melliza le dijo que se marchase porque allí se encontraban otras personas. Al preguntarla en otra confesión por qué le había despedido cuando fue a visitarla, le respondió “que no queria que nadie la tomasse en boca la dixo que el no iba con mala intencion sino por lo que le tenia dicho”. Todo parece indicar que la causa de este gran interés práctico por la salud de las feligresas, reside en que posiblemente había encontrado su auténtica vocación: la Medicina. De ahí las peritaciones visuales y táctiles.

Pretextando la sordera de varias feligresas, Novillo declara que las había confesado en la sacristía y sin rejilla, y que si “havia gente cerraba la puerta, porque no se oyesse”. Sin duda, era todo un caballero. Igualmente, explica que: “en los casos de concursso de confesiones porque no oyessen los que estaban immediatos decia algunas vezes a las penitentas que se arrimassen bien a la rejilla, y haziendo el Reo lo mismo y por el propio fin, y no con malicia alguna, las havia tocado en la nariz en la cara o con la misma nariz en los dedos de ellas por tenerlos puestos en la rejilla, y eso mismo le havia suzedido al Reo por casualidad poniendo para descansar los dedos en la rejilla tocandoselos ellas pero sin malizia y solo por casualidad”.

¡Sólo por casualidad y sin malicia! Sin embargo, la primera delatante, Ana Lopez, le acusaba —aunque Novillo lo niega— de que en algunas confesiones  “la dixo arrimese Vuestra Merced acà y tape bien con la basquiña la rejilla, sin dezirla otra cosa ni hazer accion alguna, pero dicha feligresa“no hizo buen juizio de ello”. No parece desencaminada esta verdeja al pensar que en aquella más que dudosa actitud subyacía un propósito deshonesto (“torpe”).

Incluso hace memoria de que confesando a “Maria la de Antona”, le dijo que tenía que hablar con ella sólo “con el animo de reconvenirla sobre la venta de cierta cavalleria”. Y lo mismo le sucedió, añade, “con diferentes personas por negocios particulares”. En este caso, las evasivas discurren por los caminos de la mercadería.

De Thomasa Bravo, Novillo declara que estando con dicha mujer en el confesionario al haber llevado a un hijo suyo para que le confesara, que ella no se confesó, pero que “le tomó la mano estando en el confesonario. Y el se la dejo tomar”. Idéntica situación se produjo con otra parroquiana llamada “la Torralva”, cuya manera de nombrarla sugiere que procedía del vecino pueblo de Torralba.

Por otro lado, el padre Novillo admite haber citado “para deshonestidad”, en diferentes ocasiones en lugares “cerrados y ocultos”, a la citada Ana Lopez y a Ana Bravo, otra verdeja, pero que “por el miedo que siempre ha tenido al Santo Oficio nunca había sido, en la confession ni con pretexto de ella”. El hecho de señalar que las citas amorosas no tuvieron lugar durante la confesión ni con excusa de la misma, obedecía a la terminante necesidad de aclarar ante el Santo Oficio, que no había mancillado el sacramento de la penitencia, manteniendo así, “la autoridad de la Iglesia”.

También reconoce que, después de haber tenido varios actos carnales con diferentes mujeres, “las confeso y absolvio sub conditione haviendolas advertido antes que no tenia facultad para hazerlo, pero lo hizo obligado de las muchas insistencias que le hizieron diziendole que no confessarian con otro ninguno aquellos pecados”. Aunque reconoce su inmoralidad conjunta, declara que absuelve a las penitentes bajo condición y obligado por la insistencia de las mismas. En verdad lo que hace es desdeñar la necesidad espiritual de las afligidas mujeres, aún consciente del peligro de que el sacramento fuese nulo, exponiéndolas a “un grave daño espiritual”. No parece sentir ninguna preocupación por sus almas.

Gracias a las palabras del propio confesor, sabemos que no fue el único solicitante de la villa. Narra que hacía como ocho años, confesando a una penitente llamada Ysabel Gorda, ésta le dijo que había sido solicitada ad turpia por otro confesor ya difunto. Novillo señala que dudando si podría absolverla sin delatar al religioso, “suspendio el hazerlo y consultado el caso con un Religioso Mercedario docto le dixo que la absolviera sin otra obligacion, y lo hizo”. Resulta evidente que entre ciertos religiosos la intemperancia se disculpaba sin ningún pudor, como hizo el docto mercedario. 

Don Juan Manuel Martín Novillo, debió recibir un castigo benigno, ya que siguió ejerciendo el sacerdocio en Valdeverdeja hasta su muerte acaecida el 28 de mayo de 1762 a resultas de una apoplejía.

El padre Novillo sería enterrado en la capilla mayor de la parroquial verdeja, “vajo de la Losa de dicha su Madre Doña Ana Novillo”. Y, aunque la salvación no se compra, confiemos en que fuera recibido en la paz.

Texto: SEXO Revista Aguazarca nº 14 (2015)

Esperanza Martín Montes