La especie humana es la única que cocina sus alimentos, una costumbre que fue clave en el gran desarrollo de nuestro cerebro y nuestra inteligencia. Pero es también la especie animal, junto con los chimpancés, donde existe una mayor violencia cruel hacia el otro.
Eduard Punset charla con el antropólogo Richard Wrangham, de la Universidad de Harvard, que cuenta cosas tan curiosas como que el hecho de cocinar la comida transformó literalmente nuestro modo de vida, por dentro y por fuera. Cuando nuestros antepasados no cocinaban, tras cazar a sus presas debían masticar, masticar, y volver a masticar la carne cruda. Tras la odisea de la masticación, seguía una interminable y pesada digestión. Vamos, que para comer y quedarse agusto probablemente tenía que tirarse mas e cinco o seis horas.
Ésto implicaba que a lo largo del día, no podían hacer mucho más que cazar y comer, además, como las mandíbulas tenían que ser muy fuertes para poder masticar carne, sacrificábamos espacio a la mandíbula y sus músculos en detrimento del cerebro.
Pero un buen día, todo cambió; alguien dejo caer un pedazo de carne al fuego y…. “Eureka”. El mamut ya no estaba tan duro, estaba tierno y jugoso, se deshacía en la boca; esas malditas digestiones eternas… con esa acidez de estómago… Y claro, no había activia por aquel entonces, os podéis imaginar…, todo eso se había terminado. Ahora, un adulto podía consumir cuanta carne quisiera en cuestión de media hora, y en otra media horita de siesta la digestión estaba hecha. Era la revolución, ahora que los humanos disponíamos de unas cinco a ocho horas más cada día para dedicarlas a encontrar más comida, o a estimular nuestro por entonces pequeño cerebro. Ésto acompañado de que ya no necesitábamos esos dientes de predador, hizo que la mandíbula cediese terreno al cerebro y éste pudiese desarrollarse más.
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