La epidemia, de probable origen aviar, nació en marzo de 1918 en un cuartel militar estadounidense de Kansas cuyos soldados esperaban su traslado a Europa. Más de un millón de tropas desembarcaron en puertos franceses, contribuyendo a que el virus gripal se extendiese con mayor celeridad. En España el número de fallecidos se cree pudo alcanzar las 260.000 personas, cifra que supondría casi el 1,5% de la población total del país en el bienio 1918-1919 en que permaneció activa. La acción más letal se dio, en el 75% de los casos, durante los meses de septiembre a noviembre de 1918, alcanzando su cénit en octubre, como sucedería en Valdeverdeja. La alta mortalidad experimentada trajo como consecuencia que España tuviese en dicho año un crecimiento neto negativo, circunstancia que únicamente volvería a repetirse en el año 1936, comienzo de la Guerra Civil. Se sospecha que la epidemia penetró en la península ibérica en mayo de 1918 por ferrocarril desde Francia, como consecuencia del retorno de los temporeros portugueses y españoles que trabajaban en campos cercanos a los campamentos militares galos, además de soldados lusos que volvían a Portugal y veraneantes franceses que venían de vacaciones a España.
Así, en septiembre Valdeverdeja sufrirá de nuevo otro terrible drama sanitario que alterará la dinámica de su comunidad, al detectarse los primeros casos de la llamada Gran Gripe de 1918. No habían transcurrido todavía treinta años desde el último brote de cólera, por lo que las secuelas emocionales y sociales aún permanecían vivas, repitiéndose las mismas escenas de inquietud general. Baste leer los libros de los Cabildos y Actas de la Junta de Sanidad municipales. El 22 de septiembre se consigna el primer caso, aunque es probable que hubiera infectados con anterioridad mal diagnosticados o Intencionadamente silenciados, como vimos sucedió con la epidemia de cólera de 1855. Son 50 las personas que se computan como fallecidas desde el inicio de la epidemia hasta el 14 de noviembre. Creemos, no obstante, que la cifra debería elevarse sustancialmente a tenor de lo anteriormente referido, antes y después de dar por “extinguida” la epidemia.
Con el fin de socorrer a los enfermos más necesitados de la localidad, el Gobernador Civil de la provincia envió al municipio una caja de botes de leche condensada y diez docenas de huevos. Provisiones muy necesarias, pero a todas luces insuficientes para satisfacer la escasez alimentaria de la villa. A diario el Cabildo recibía quejas de la imposibilidad de encontrar en el municipio huevos y leche “para alimentar los enfermos por ser muchos los atacados de la grippe”. Tratando de remediar la carencia se prohibió vender huevos fuera de la población y se nombra al concejal don Eusebio Soria para que se desplace a Madrid a comprar botes de leche condensada por cuenta del Ayuntamiento para venderlos a precio de coste entre los vecinos. Pocos días después, el 24 de octubre, la asamblea municipal acuerda confeccionar una lista “de los enfermos más necesitados haciendo dos clases con el fin de incluir en la primera los pobres que se encuentran con mayor necesidad”. Realizadas las listas, se decide socorrer con siete pesetas y cuatro huevos a los incluidos en la categoría más menesterosa y con seis pesetas al resto.
El elevado número de fallecidos generó una gran escasez de espacio en el todavía activo cementerio de coléricos, por lo que hubo que reabrir el viejo camposanto de la Iglesia de 1813, clausurado desde hacía décadas. Impresiona la dramática situación que se vivirá con la inhumación de los cadáveres, pues era frecuente que no hubiese personas para conducir los cuerpos al cementerio ante el temor al contagio. Hubo familias con la totalidad de sus miembros afectada por el mal, sin tener a nadie que cavase la sepultura para su entierro. La municipalidad tomó medidas urgentes al respecto nombrando a dos operarios para que mantuvieran abiertas constantemente tres o cuatro fosas y enterrar a los fallecidos desamparados. Para tal cometido y restablecer el servicio de enterradores, se acordó abonarles un salario de dos pesetas y cincuenta céntimos además de ser gratificados diariamente con el importe de dos litros de vino, y dos pesetas más por los cadáveres que condujesen al cementerio. La ignorancia popular achacaba la ingesta de vino a una supuesta protección del alcohol frente a la gripe. Se sabe, también, que para que los médicos tuvieran rápido conocimiento de los infectados en su ronda ciudadana, se colocaba una silla cubierta por una sábana delante de la puerta de los enfermos.
La prensa de la época se haría eco de la tragedia, como el periódico ABC del 25 de octubre, que bajo el titular “La salud en España” recoge una serie de informes oficiales en los que se da cuenta de la evolución del virus gripal en las diferentes provincias. De Valdeverdeja leemos “que era un pueblo muy castigado” pero que la enfermedad iba remitiendo, mientras que se advierte su incremento en las poblaciones de Novés y la vecina Oropesa.
La historia de la humanidad es inseparable de la historia de la enfermedad. Las crisis sanitarias acaecidas por los efectos devastadores de epidemias y pandemias transformaron la geografía humana de países y poblaciones, sembrando el luto en numerosos hogares. Como sucedió en Valdeverdeja.
Texto original: EPIDEMIAS Revista Aguazarca nº 12 (2013)
Esperanza Martín Montes
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